La semana pasada, el Ministro Antonio Tajani anunció un nuevo decreto ley que limita el derecho a la ciudadanía exclusivamente a los descendientes de padres o abuelos italianos nacidos en Italia, o a hijos de ciudadanos que hayan residido legalmente en Italia al menos dos años antes de su nacimiento.
Hasta ahora, la posibilidad de solicitar el reconocimiento de la ciudadanía italiana por iure sanguinis, sin ningún límite generacional —por ejemplo, incluso si tu antepasado nació en 1827— no ha sido el resultado de una ley explícita que previera tal posibilidad. Se ha tratado, más bien, de una interpretación jurídica basada en el principio del ius sanguinis y en la aplicación literal de la norma que establece que es ciudadano el hijo de padre o madre italianos.
Este principio ha sido confirmado y reiterado miles de veces en sede jurisdiccional, constituyendo una práctica consolidada y, en ciertos aspectos, innovadora, que ha permitido a millones de personas redescubrir y abrazar sus propias raíces italianas.
Modificar radicalmente este enfoque significa no solo restringir un derecho adquirido desde hace tiempo, sino también negar el vínculo histórico y cultural que muchos descendientes de italianos en el mundo mantienen con nuestro País. Es un peligro que nos afecta a todos: no solo a quienes hoy desean solicitar la ciudadanía, sino también a la forma en que entendemos la identidad italiana y el valor de nuestras comunidades en el exterior.
Si los legisladores italianos han insistido reiteradamente —desde el Código Civil hasta la Ley 91/1992— en el principio del ius sanguinis en lugar del ius soli, también lo han hecho para permitir que los italianos emigrados al exterior, y sobre todo sus descendientes, mantuvieran un vínculo con la patria de origen.
Pero esta ley, por sí sola, no ha sido suficiente para garantizar un «vínculo efectivo» con Italia. Muchos emigrantes italianos lucharon por mantener una relación con un país que los había obligado a sufrir la guerra, el hambre y la emigración forzada. Muchos de nuestros abuelos ni siquiera querían hablar de su pasado italiano, a pesar de nuestra insistencia.
Sabemos bien que la cultura se transmite sobre todo a través del idioma, en particular del lenguaje escrito. Pero ¿qué pasó con aquellos que solo hablaban dialecto? Y peor aún, ¿con quienes no sabían leer ni escribir? En Argentina, por ejemplo, los italianos eran estigmatizados con la expresión «tano brutto», que significaba «italiano ignorante». Sus costumbres eran vistas como inferiores, y muchos se vieron obligados a ocultar su identidad para evitar discriminación y violencia.
De hecho, existe una diferencia sustancial entre los primeros emigrantes desde 1860 y los del periodo de la posguerra. Mientras los primeros pertenecían en su mayoría a clases medias-altas y eran instruidos, los segundos eran principalmente campesinos, muchos analfabetos y pobres. En consecuencia, la «cultura» italiana se transmitió de manera diferente, también en función de las generaciones que emigraron.
Mientras tanto, la República Argentina fue mucho más eficaz en la construcción de una identidad nacional compartida. Ya en 1884 se promulgó la Ley 1420, que establecía la educación primaria obligatoria, gratuita y laica. A través de la escuela se imponían cotidianamente rituales y símbolos de pertenencia: se izaba la bandera antes de entrar en clase, se juraba lealtad a la patria en cuarto grado y se participaba en innumerables actos escolares para conmemorar fiestas nacionales y figuras históricas.
En cambio, la presencia del Estado italiano en la diáspora fue prácticamente inexistente. Los consulados nunca fueron suficientes para atender a la enorme comunidad italiana en el exterior —se habla de más de 3 millones de italianos dispersos en 2,78 millones de km² sólo en Argentina. Es impensable que personas que no sabían ni firmar ni leer pudieran, por sí solas, completar los complejos trámites burocráticos necesarios para mantener un «vínculo efectivo» con su país de origen.
A pesar de todo, algunos descendientes lograron superar estas dificultades, reconstruir sus líneas genealógicas y encontrar los documentos necesarios para ser reconocidos como ciudadanos italianos. Es precisamente este esfuerzo lo que demuestra el deseo de regenerar ese vínculo efectivo. Pero es imposible desarrollar un vínculo si primero no se es reconocido legalmente como parte de esa comunidad.
Lamentablemente, este camino también se ve obstaculizado por un sistema consular a menudo inaccesible, con esperas de años y citas imposibles de conseguir. No es aceptable que quienes buscan acercarse nuevamente a Italia se vean obstaculizados por el mismo Estado que afirma querer defender su identidad nacional.
Para muchos de nuestros abuelos, regresar a Italia ni siquiera era una posibilidad concreta. No podían permitirse pagar un billete de avión, y así muchos de ellos se desconectaron de su país de origen, no por elección, sino por mil obstáculos económicos, geográficos y sociales.
Creo haber explicado claramente por qué, a lo largo de las generaciones, se ha perdido el contacto directo entre tantos italianos en el exterior y su país. Pero ¿qué ha ocurrido, entonces, en los últimos años, para provocar un verdadero auge en las solicitudes de ciudadanía por parte de personas que a menudo no hablan el idioma y nunca han pisado suelo italiano?
La respuesta principal es una: Internet y las redes sociales.
En primer lugar, la posibilidad de solicitar la ciudadanía por reconstrucción genealógica se volvió conocida y accesible precisamente gracias a la red. Muchos de nosotros ni siquiera sabíamos que era posible. A través de plataformas como FamilySearch, MyHeritage y el sitio italiano Antenati, pudimos acceder a documentos históricos fundamentales que, hasta hace poco tiempo, habría sido casi imposible recuperar.
La digitalización de los trámites burocráticos en Argentina ha facilitado la obtención de certificados del estado civil, legalizaciones y traducciones, directamente desde el propio ordenador.
Al mismo tiempo, el problema de las largas esperas para conseguir una cita en los consulados italianos, o la imposibilidad de acceder a portales que a menudo no funcionan, fue “esquivado” con una nueva estrategia: venir directamente a Italia con un visado de turista y establecer temporalmente la residencia. Una posibilidad que, paradójicamente, refuerza aún más el vínculo con Italia y que muchos emprendieron con gran emoción.
Aquí también, Internet jugó un papel clave. En las redes sociales se difundió la posibilidad de alquilar una casa en pequeños pueblos semiabandonados, donde era más fácil registrar la residencia. Surgieron cientos de “mediadores” que ofrecían alojamiento en estos municipios a cambio de cifras exorbitantes, prometiendo trámites rápidos y sencillos. Las redes están llenas de anuncios que publicitan “comunas rápidas y flexibles”.
De hecho, algunos municipios han reconocido la ciudadanía en solo 20 días. Paralelamente, se ha producido una proliferación de influencers y agencias improvisadas que promovían las ventajas del pasaporte italiano, sin informar a las personas sobre sus derechos, deberes, riesgos de migración o la cultura italiana.
Esta nueva ola ha tenido un impacto real: muchos municipios se han visto desbordados por trámites y solicitudes que consideraban injustas o fuera de contexto, ya que estos “nuevos italianos” parecían no tener un verdadero interés en establecer un vínculo duradero con Italia. Pero la verdad es que también el mal funcionamiento de la Administración Pública y el maltrato recibido por parte de esta ha provocado que muchos de nosotros tomáramos la decisión de no quedarnos.
Todo esto es cierto. Pero no cuenta toda la historia.
El vínculo efectivo existe. Pero es Italia quien debe saber reconocerlo y, sobre todo, gestionarlo.
Ante todo: no es cierto que todos los descendientes de italianos no tengan interés en establecer un vínculo con el país de sus antepasados. Al contrario, para muchos de nosotros, tener la posibilidad de reconstruir nuestro árbol genealógico ha significado reencontrar una identidad, descubrir finalmente quiénes somos, de dónde venimos y reforzar nuestro sentido de pertenencia y de rumbo en el mundo.
La memoria de la migración, del dolor, de la guerra y del hambre se ha transmitido incluso sin palabras, muchas veces en silencio, pero no por eso con menos fuerza. Para muchas familias, especialmente en Argentina, apropiarse nuevamente de su historia ha sido un acto de sanación, no solo emocional, sino incluso espiritual.
A diferencia de muchos jóvenes italianos que pueden contar con el apoyo económico de sus padres para estudiar o iniciar un proyecto de vida, muchos de nosotros, los descendientes, hemos heredado solo una posibilidad: la de obtener un pasaporte que nos permita reconstruir nuestro camino en Italia o en Europa. Una posibilidad que hemos perseguido durante años, con esfuerzo y determinación, buscando en el reconocimiento legal un refugio, un hogar, un lugar donde finalmente podamos sentirnos completos.
Fue la ley de ciudadanía la que permitió este vínculo efectivo, no al revés.
Equiparar la sobrecarga de la Administración Pública a un “peligro para la seguridad nacional” es un argumento falaz e infantilizante. Todo ciudadano italiano sabe bien que la eficiencia del aparato burocrático es, desde hace años, una de las grandes debilidades del país. Paradójicamente, en Argentina —considerada a menudo como “tercer mundo”— muchos trámites pueden realizarse completamente en línea, sin filas, sin papel, sin contaminación. En cambio, en Italia, casi todo sigue siendo presencial, engorroso, dependiente de turnos y de oficinas lentas.
Para mejorar el sistema administrativo no hacen falta decretos de emergencia ni restricciones: hace falta una sola cosa, inteligencia.
Pero en lugar de invertir en recursos humanos e inteligencia artificial para agilizar los trámites, el Gobierno ha preferido crear un estigma sobre una comunidad migrante que, en realidad, encarna la identidad italiana más que muchas otras. En Argentina, el 60% de la población tiene orígenes italianos. No hay pueblo en el mundo que reciba mejor a los italianos que los argentinos.
Y mientras Italia se esfuerza por rechazar, en Argentina todavía resisten vivas las huellas del idioma italiano, del dialecto, de la cultura. Nuestro español, tan particular, está lleno de palabras que trajeron nuestros abuelos italianos. Las raíces nunca se cortaron: solo fueron olvidadas por quienes debían cultivarlas. Los italianos en Argentina se sienten como en casa.
Si la migración italo-argentina se ha vuelto difícil de gestionar —y eso es cierto—, el Estado italiano tenía y tiene muchísimas herramientas para afrontar la situación de manera inteligente y justa, en lugar de criminalizarla.
El comportamiento incorrecto de algunos de nuestros compatriotas lo hemos señalado y tratado de desalentar muchas veces, pero se ha vuelto realmente difícil hacer comprender el sentido de la responsabilidad y el respeto hacia este proceso, cuando los municipios siguen otorgando ciudadanías con demasiada facilidad.
El Gobierno podría haber implementado algunas soluciones concretas:
- Aumentar de forma equitativa la contribución para la solicitud: durante años, la tasa en los municipios fue de solo 16 euros. Solo después de años de auge, se elevó a 600 euros. Con solo 4 solicitudes se cubre el sueldo de un empleado dedicado. ¿Dónde está el problema?
- Crear una agencia centralizada para la ciudadanía: de este modo se aliviaría la carga sobre los municipios y se establecerían criterios aplicativos claros, evitando abusos, rechazos arbitrarios y discriminaciones locales motivadas por prejuicios.
- Establecer un plazo realista de 180 días para la finalización del trámite, dejando claro que se trata de un proceso complejo que requiere preparación lingüística, económica y emocional, dando así a los nuevos ciudadanos la oportunidad de asimilar la cultura y adaptarse. Concluir los trámites administrativos en tiempos cortos ha sido un error pura y exclusivamente de la Administración Pública.
- Regular el mercado de alquileres para solicitantes, combatiendo la plaga de alquileres no declarados, inflados hasta en un 400%, y en condiciones a menudo inhumanas.
- Abrir una investigación sobre los mediadores fraudulentos, muchos de los cuales han sido denunciados públicamente en redes sociales y enseñan impunemente cómo cometer delitos burocráticos frente a funcionarios del Estado.
Es importante decir las cosas como son: los problemas vinculados a comportamientos abusivos existen, de ambas partes.
Por un lado, ha habido migrantes que asumieron una actitud no delictiva, pero sí parasitaria.
Por el otro, también algunos funcionarios del registro civil actuaron de forma arbitraria, violando normas, rechazando solicitudes sin fundamentos legales y desmotivando a las personas a comenzar un proyecto de vida en Italia o a seguir fortaleciendo sus vínculos con el país.
Estas conductas deben ser corregidas con urgencia, porque dañan la credibilidad del sistema, perjudican a quienes actúan de buena fe y alimentan un conflicto que no beneficia a nadie. La solución no puede ser el rechazo indiscriminado o el estigma: se necesita control, transparencia y formación, tanto para quienes solicitan como para quienes evalúan.
Claramente no se trata de un problema de seguridad pública, ya que el Gobierno dispone de muchos instrumentos para sancionar los delitos, en caso de que se cometan. Se trata, más bien, de un problema cultural, que implica sentido cívico, sensatez y capacidad de diálogo, cualidades que, lamentablemente, en este país parecen difíciles de ejercer.
Es preocupante para nuestra democracia constatar que el Gobierno pueda llegar a “imponer leyes” mediante decretos que, en la práctica, violan principios constitucionales fundamentales.
Este decreto-ley parece exceder los límites, configurándose como un abuso de poder que no solo pone en riesgo derechos individuales, sino que además abre escenarios inquietantes en el plano institucional:
¿Qué ocurre cuando un derecho fundamental puede ser limitado por un decreto aprobado sin debate parlamentario y sin garantías constitucionales adecuadas?
El Tribunal Europeo ha afirmado que el margen de apreciación concedido a los Estados no puede extenderse hasta el punto de introducir una limitación general, automática e indiscriminada de un derecho fundamental garantizado por la Convención, como ha sucedido en este caso, sin que se lleve a cabo ninguna investigación sobre posibles abusos.
Y además: ¿qué pasa cuando un funcionario del Gobierno decide conscientemente ignorar un principio básico del derecho civil, conocido por cualquiera con una mínima formación jurídica, como el principio de irretroactividad de las leyes?
Un principio que, aunque no esté expresado explícitamente en la normativa civil, ha sido reconocido en numerosas ocasiones como fundamental para el Estado de derecho, ya que está vinculado a la protección de la confianza legítima y a la certeza jurídica.
Ignorar este principio no es un simple descuido técnico: es una violación de la confianza ciudadana, un golpe directo a la coherencia del ordenamiento y a los derechos de quienes, hasta hoy, han actuado con total legitimidad según las normas vigentes.
Además, la norma propuesta introduciría una discriminación entre ciudadanos italianos nacidos en Italia y aquellos reconocidos por iure sanguinis nacidos en el extranjero, violando el principio de igualdad sustancial establecido por el artículo 3 de la Constitución.
Esta distinción, además de ser arbitraria, tendría consecuencias directas sobre los derechos de sus descendientes, generando un trato desigual entre personas que, con el mismo estatus jurídico (hijos de ciudadanos italianos), serían tratadas de forma diferente solo por el lugar de nacimiento de su ancestro.
En concreto, dos ciudadanos italianos —uno nacido en Italia y otro reconocido en el extranjero— transmitirían diferentes derechos a sus hijos, generando una fractura interna dentro de la ciudadanía. Por regla general, en todos los países de la UE, los hijos menores comparten el mismo status jurídico que sus padres, para preservar la Unidad Familiar, un derecho fundamental inviolable y no cuestionable.
Si estos ciudadanos tuvieran hijos en otro país de la Unión Europea, algunos serían considerados ciudadanos de la UE, mientras que otros —a pesar de tener ambos padres italianos— serían tratados como ciudadanos extracomunitarios, con consecuencias evidentes en términos de residencia, trabajo, estudio y libre circulación.
No me sorprende en absoluto la respuesta del Ministro. Es una respuesta infantil, autoritaria, incluso violenta. Demuestra ignorancia, y en lugar de usar la fuerza y el coraje para construir un país mejor, elige el camino más fácil: retroceder en el tiempo.
No es cierto que Italia esté en línea con otros países de la UE: muchos de ellos están aprobando leyes aún más abiertas en materia de ciudadanía, como la Ley de Nietos en España, la StARModG en Alemania o la Ley de Nacionalidad Portuguesa por origen sefardí.
Además, durante la rueda de prensa, el Ministro hizo declaraciones absurdas, como decir que existe un “turismo sanitario” por parte de italianos inscritos en el AIRE, cuando en realidad solo pueden acceder a atención médica urgente y por un tiempo limitado.
Se quejó de quienes viajan fuera de Italia o protestan frente a los Consulados —todas situaciones protegidas por nuestra Constitución, por la Carta de los Derechos Humanos y por el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Italia quiere olvidar una parte de su pasado y de su responsabilidad. Pero la ciudadanía iure sanguinis es una reparación histórica hacia nuestros antepasados y hacia todos los descendientes que aún llevamos las heridas de las guerras transmitidas de generación en generación.
La verdad es que no importa si los italianos están o no de acuerdo con el reconocimiento de la ciudadanía iure sanguinis: eso es una cuestión política, legítima, que merece un debate.
Pero limitar derechos adquiridos, estigmatizar a toda una comunidad y actuar de forma autoritaria sin ni siquiera escuchar a las voces implicadas es simplemente antidemocrático. Y nos afecta a todos, no solo a nosotros.
Me sorprende la incapacidad de este Gobierno para resolver un problema que, en realidad, es muy simple.
Pero aquí no se trata de derecha o izquierda, no debemos dejarnos engañar.
La migración tiene que ser gestionada, ni criminalizada ni romantizada.
Hace falta una nueva visión, no eslóganes vacíos. Hace falta el valor de ver la realidad tal como es, y no como conviene contarla para mantenerse en el poder.
Yain Sciola